Dicen que por la crisis económica que estamos viviendo, los hijos vuelven a casa de los padres porque no pueden seguir pagando el alquiler de su piso. ¿Pero qué pasa si ocurre lo contrario, que una madre (yo) se vaya a vivir con su hija?
Los que me leéis ya sabéis la verdadera relación que tengo con la que yo llamo mi hija ficticia. Mi madre me dejó sostenerla un ratito cuando ella tenía cuatro meses y yo diecisiete años. Tiene la suerte (o desgracia, según cómo se mire) de tener tres madres. La verdadera, su madre. Una segunda, mi madre. Y una tercera, moi même, que ahora miro de cuidarla en todo lo que puedo.
Nos vemos poco. Pero cuando Bruc levanta su cabeza en señal de alerta y no ladra, pienso: es ella. Y entra un torbellino por la puerta con la forma de una chica guapa y con ella la alegría. Unas veces sólo tiene tiempo para un café y se levanta de un salto del sofá cuando empieza a hervir la cafetera con un: café voluto, café perduto! Otras almuerza en casa y agradece los macarrones de atún que yo he preparado. A cambio ella comparte sus galletas conmigo. Si cuando regresa a casa por la noche yo aún estoy despierta, me levanto de la cama y fumamos un cigarrillo mientras ella me explica cómo le ha ido el día o lo que soñó la noche anterior. Yo la escucho mientras lío un cigarrillo buscando una posible explicación a lo surrealista de sus relatos. Si alguna vez deja una bolsita de té en un lugar inadecuado, le cuento un capítulo de Sexo en Nueva York en el que un personaje de la serie hacía lo mismo que ella y la amenazo con hacer un post sobre el tema. Ella me levanta una ceja como respuesta.
Algunos días se olvida de tender la ropa de la lavadora. Cuando me dispongo a lavar las sábanas, sus miles de calcetines esperan ser tendidos y los miro compasiva. Tengo la manía de que todos ellos han de tenderse por parejas. Cosas mías. Cuando veo que un calcetín está sin pareja, me entristezco. El mundo debería de estar emparejado. Entonces tengo la tentación de enviarle un sms para decirle: ¿te quedan calcetines?, en broma. Pero me abstengo. En un antiguo post ya expuse mi teoría sobre la ropa interior y el amor: quieres de verdad a alguien si cuando tiendes unos calzoncillos te enterneces. Y eso me pasa a mí al colgar su ropa en la galería. Cuando la colada está seca, la doblo y vuelvo a emparejar sus calcetines. Y vuelvo a entristecerme si alguno de ellos ha perdido a su igual.
El lunes volví a casa después de unos días perfectos en el sur. Dos prendas de mi ropa interior estaban dobladas sobre la cama. Quiero pensar que lo hizo con el mismo cariño que yo le tengo a ella. A ella, a sus calcetines sin pareja y a sus bolsitas de té.
Los que me leéis ya sabéis la verdadera relación que tengo con la que yo llamo mi hija ficticia. Mi madre me dejó sostenerla un ratito cuando ella tenía cuatro meses y yo diecisiete años. Tiene la suerte (o desgracia, según cómo se mire) de tener tres madres. La verdadera, su madre. Una segunda, mi madre. Y una tercera, moi même, que ahora miro de cuidarla en todo lo que puedo.
Nos vemos poco. Pero cuando Bruc levanta su cabeza en señal de alerta y no ladra, pienso: es ella. Y entra un torbellino por la puerta con la forma de una chica guapa y con ella la alegría. Unas veces sólo tiene tiempo para un café y se levanta de un salto del sofá cuando empieza a hervir la cafetera con un: café voluto, café perduto! Otras almuerza en casa y agradece los macarrones de atún que yo he preparado. A cambio ella comparte sus galletas conmigo. Si cuando regresa a casa por la noche yo aún estoy despierta, me levanto de la cama y fumamos un cigarrillo mientras ella me explica cómo le ha ido el día o lo que soñó la noche anterior. Yo la escucho mientras lío un cigarrillo buscando una posible explicación a lo surrealista de sus relatos. Si alguna vez deja una bolsita de té en un lugar inadecuado, le cuento un capítulo de Sexo en Nueva York en el que un personaje de la serie hacía lo mismo que ella y la amenazo con hacer un post sobre el tema. Ella me levanta una ceja como respuesta.
Algunos días se olvida de tender la ropa de la lavadora. Cuando me dispongo a lavar las sábanas, sus miles de calcetines esperan ser tendidos y los miro compasiva. Tengo la manía de que todos ellos han de tenderse por parejas. Cosas mías. Cuando veo que un calcetín está sin pareja, me entristezco. El mundo debería de estar emparejado. Entonces tengo la tentación de enviarle un sms para decirle: ¿te quedan calcetines?, en broma. Pero me abstengo. En un antiguo post ya expuse mi teoría sobre la ropa interior y el amor: quieres de verdad a alguien si cuando tiendes unos calzoncillos te enterneces. Y eso me pasa a mí al colgar su ropa en la galería. Cuando la colada está seca, la doblo y vuelvo a emparejar sus calcetines. Y vuelvo a entristecerme si alguno de ellos ha perdido a su igual.
El lunes volví a casa después de unos días perfectos en el sur. Dos prendas de mi ropa interior estaban dobladas sobre la cama. Quiero pensar que lo hizo con el mismo cariño que yo le tengo a ella. A ella, a sus calcetines sin pareja y a sus bolsitas de té.