Un día el Creador se aburría, y decidió darse una vuelta por el Limbo. Le gustaba pasear entre los árboles, contemplar a los niños en sus juegos y ver lo felices que parecían. Bajo un manzano, y jugando con tres perros de diferentes tamaños, pero de un mismo color, había una niña que captó su atención. La pequeña tenía unos grandes ojos y una piel morena que contrastaba con el blanco de su vestido de algodón. Su expresión era seria. Pero al levantar la mirada, cuando el Creador se plantó frente a ella, sonrió.
– Dime ¿Cómo te llamas?
– Emily, respondió la niña, y sus manitas continuaron acariciando a uno de los perros.
– Dime, Emily, ¿te gustaría vivir en un mundo diferente a éste?
– ¿Hay otro mundo, Señor? –replicó la niña con otra interrogación.
– Sí, es el mundo que yo creé. ¡Y lo hice en siete días! –contestó orgulloso el Creador.
– Con solo siete días no te debió quedar muy bien, ¡seguro que te dejaste algo! –repuso la pequeña.
El Creador soltó una enorme carcajada. Los otros niños, que también vivían en el Limbo, al oír su risa, abandonaron su juego. Pocas veces el hombre dejaba de lado su expresión adusta. Pensaban que era muy serio, y cuando él pasaba, se escondían entre las ramas. Les había asustado. Pero Emily permaneció a su lado mientras los demás se alejaban corriendo. Además, le gustó la risa que habían provocado sus palabras.
– Si te ríes, estás más guapo. Y no das tanto miedo –agregó la pequeña.
– ¿Doy miedo, Emily? –El Creador parecía confuso– nunca pretendió dar miedo, pero sin duda su barba blanca y su aspecto serio no contribuían a ello.
– A mí, no. Me gusta estar a tu lado, me das paz.
La niña le cogió la mano para que no se sintiera tan solo.
– Ven, sentémonos aquí. Voy a mostrarte el mundo.
El hombre sacó un catalejo, lo desplegó, y lo acercó a los ojos de la niña.
Emily miró y no comprendió lo que veía. Solo había una gran bola de tres colores: azul, verde y marrón.
– El azul es el cielo, el mar y los ríos. El verde son los árboles y la hierba. Y el marrón, la tierra donde crecen.
– ¿Y dónde está mi lugar? ¿En que sitio viviré? –Emily sentía curiosidad.
– Dirige tu mirada hacía un gran río, ¿lo ves?
La niña asintió con la cabeza.
– ¡Hay mucho verde! –exclamó la niña.
–Son campos de arroz. ¿Ves una casa con un tejado rojo frente al canal? Es la casa de tus abuelos. Allí nacerás.
– Vaya, es grande. Veo a mucha gente en ella. ¿Quiénes son?
– Son tu familia. ¿Ves a dos señoras vestidas de negro? Fíjate bien. Son tus bisabuelas, Carmen y Mercedes. A Carmen no le gustan los niños, pero tú serás su preferida. Te cogerá siempre en brazos, y te dormirás acariciando el lóbulo de su oreja.
–Qué cosas más raras haré –pensó la niña.
– Oirás tu nombre, y siempre acudirás en su ayuda. Ahora, mira en la cocina. ¿A quién ves?
– Hay una señora, es guapa.
– Es Rosita, tu abuela. Y Juanito, tu abuelo, está sentado en la salita.
– ¡Sale humo de su boca!
– Está fumando, y esto le va a matar. Recuerda que tú nunca debes fumar.
La niña se encogió de hombros.
– Hay un chico muy guapo, se parece un poco a mí…Es joven.
– Es tu tío. Se llama Juan Alfredo. Cuando cumpla treinta y tres años va a volver a mi lado.
– ¿Por qué? ¿No vas a dejarle envejecer? –volvió a preguntar Emily.
Cómo podía explicarle a esa niña que, aunque no debiera, él también tenía a sus preferidos…Y que les llamaba pronto a su lado, porque estar lejos de ellos le dolía demasiado…
– Venga, sigamos. No veo a tus padres, pero sí a tus dos hermanas. ¿Las ves? Juegan en la terraza, se persiguen entre las sábanas tendidas.
– Parecen contentas. Una es rubia y la otra tiene el cabello castaño y rizado.
– Te están esperando. Las vas a ayudar mucho.
– Parece que siempre voy a estar ayudando a la gente –la niña frunció el ceño– ¿y a mí, quién va a ayudarme?
– Tranquila, para eso voy a mandarte a un protector. No me preguntes, aún no lo he decidido. –El Creador se apresuró a contestar antes de que la niña volviese a preguntar.
– ¿Tendré más hermanos? –Emily volvía a las andadas.
– Falta un niño. Nacerá tres años después de ti.
– Ah…No sé si quiero nacer…Aquí estoy bien. Además, no puedo dejarlos –dijo Emily mirando a los tres perros que ahora descansaban a su lado.
– No te preocupes por ellos. De momento se quedarán conmigo. Les cuidaré en tu ausencia. Más adelante te los mandaré, pero será de uno en uno. No sea que tu familia se asuste, si te mando a ti y a los tres perros. De momento no hay sitio para ellos.
– Pero… ¿vas a tardar mucho? –la niña parecía disgustada. Nunca se había alejado de ellos.
– Lo justo y necesario. Y ahora, Emily, duerme un poco. Te espera un largo viaje. Yo descansaré a tu lado.
– Me queda una sola pregunta: ¿Duele nacer?
El Creador estaba muy confuso. La niña había conseguido agotarle. Se sentía muy mayor para tantas preguntas.
– Si duele, prometo que no te vas a cuenta –respondió el Señor.
– ¿Y vivir? ¿Duele?
El Creador se dispuso a contestar. Le explicó que unos días le daría las gracias por vivir, y otros, desearía no haber nacido. Pero que él siempre estaría a su lado.
– ¿Y cómo voy a saber que estás cerca de mí? –Emily volvía a fruncir el ceño, y hasta apretó los labios.
– A veces, oirás al viento. Seré yo. Moveré las ramas de los árboles, que dejarán caer sus manzanas para ti. Otras veces rozaré tu cara, seré el viento del norte que se desliza por el río, y me sentirás. También seré agua, en forma de lluvia. Seré tierra y hierba fresca. El mar que te envuelve en verano, y el sol que te acaricia... Todo esto seré yo.
La niña se dio por satisfecha y se dispuso a dormir. Se acurrucó entre sus perros, y los besó a los tres. Tardarían en volverse a ver.
El Creador la envió aquella misma noche. Sabía que la echaría en falta, pero aún no había decidido cuándo la volvería a llamar a su lado.