Años después, María aún se acuerda de Teresa. Y se pregunta por qué hoy ha decidido romper su promesa, al contaros quién le escribía las cartas de amor para aquel novio de cabellos dorados como los de ella, que montaba en bicicleta.
Hace tiempo, las dos niñas sentadas en aquel patio umbrío, se complementaban. Una era rubia y la otra morena. Aún tenían cuerpos de niña, cuando en sus compañeras de colegio ya se adivinaba el cambio de la adolescencia, aquel camino sin retorno al que ninguna de las dos quería adentrarse. Comían las aceitunas que doña Anita, la abuela de Teresa, la niña rubia, guardaba en aquel palomar olvidado.
María, la niña morena, sacó un paquete azul del bolsillo delantero de aquel uniforme gris que tanto odiaba.
-Mira. Hoy fumaremos, como mi abuelo.
-¿De dónde lo has sacado? –preguntó Teresa.
-De un cajón de la salita. Mi abuela lo guardó y yo lo encontré.
El abuelo de María, Juanito, había muerto unos días antes.
-¿Le echas de menos?
María se encogió de hombros.
-Sólo sé que por las noches, antes de dormirme, aún lloro. En silencio, para que mis hermanas no sepan que soy una llorona.
Teresa cogió un cigarrillo y lo miró, preguntándose como lo encenderían. Pero María, como había hecho con los cigarrillos, también había robado una caja de cerillas de la cocina. Prendió un cigarrillo, como había visto miles de veces hacer a su abuelo, y tosió.
-Es asqueroso. ¿Cómo podía gustarle tanto?
Doña Anita apareció como por arte de magia junto a ellas y las reprendió.
-¿No sabes que esto mató a tu abuelo? –dijo enojada.
María enrojeció y quiso desaparecer de la vista de aquella mujer menuda de moño blanco. Apagó el cigarrillo en la tierra de una maceta y lo hundió en ella.
Antes de irse, la mujer se dirigió a su nieta y le dijo:
-¿Le has contado a María que te cambian de colegio? Teresa no progresa y sus padres han decidido que estudie interna en el Betania. –Continuó la mujer mirando a la niña morena. Después recogió el paquete de cigarrillos del suelo y lo escondió en el bolsillo de su delantal.
-No sufras, tu abuela no se enterará de lo que has hecho. Pero que sea la última vez que os veo fumar. ¿Habéis merendado? –se marchó sin esperar respuesta. Luego regresaría con dos bollos de leche y chocolate, como hacía siempre.
-Si te cambian de colegio, ¿ya no nos veremos más? –María rescató el cigarrillo enterrado, lo volvió a prender y se lo pasó a su amiga.
-Los fines de semana, sí. Sólo permaneceré interna de lunes a viernes. Hoy me ha besado. –A Teresa le brillaban los ojos.
María abrió los suyos.
-¿Da asco?
-No, es agradable. Mira, haz como yo. –Teresa acercó la parte interna de su antebrazo a su boca, cerró los ojos y se besó. María siguió su ejemplo.
-No he sentido nada.
-Es que no es lo mismo, es diferente. Un día lo sabrás. –Contestó Teresa confiada.
-Yo jamás dejaré que me besen. –María sabía que transcurrirían años antes de que eso pasara, si es que llegaba a suceder algún día.
-Y si hueles a tabaco como ahora, no pasará nunca. –Teresa rió al ver la expresión avergonzada de su amiga-. Me ha mandado otra carta.
-Déjame ver. –María cogió el papel doblado que su amiga guardaba en su carpeta y lo desplegó. Empezó a leer-. Coge un papel en blanco y escribe lo que te voy diciendo.
María pensaba en un amigo imaginario. En cómo sería querer a alguien y en qué le diría. Suspiró y comenzó a dictar. Su amiga Teresa escribía con esfuerzo, sacando la puntita de la lengua, como una alumna aplicada. Cuando terminaron la misiva, la leyeron en voz alta y se dieron por satisfechas.
-Le gustará. –concluyó Teresa. –Me dijo que escribía muy bien. ¿Qué pasaría si se enterara de que no soy yo quien le escribe?
-Nunca lo sabrá. Será nuestro secreto, no temas.
Doña Anita regresó con la bandeja de la merienda y las dos niñas se sentaron en la mesa de madera. Comieron calladas, contemplando las plantas que la abuela de Teresa cultivaba.
Años después, María aún se acuerda de Teresa, de su amor por las plantas que más adelante convertiría en su profesión. De su alocado setter inglés que tenía flatulencias aromáticas. De sus cinco hermanos rubios como ella. De su casa junto al canal. De aquellas tardes en la cocina preparando la merienda. De su primer club de amigos y de cómo se fueron distanciando. Y se pregunta por qué hoy ha decidido romper su promesa, al contaros quién le escribía las cartas de amor para aquel novio de cabellos dorados como los de ella, que montaba en bicicleta.
Hace tiempo, las dos niñas sentadas en aquel patio umbrío, se complementaban. Una era rubia y la otra morena. Aún tenían cuerpos de niña, cuando en sus compañeras de colegio ya se adivinaba el cambio de la adolescencia, aquel camino sin retorno al que ninguna de las dos quería adentrarse. Comían las aceitunas que doña Anita, la abuela de Teresa, la niña rubia, guardaba en aquel palomar olvidado.
María, la niña morena, sacó un paquete azul del bolsillo delantero de aquel uniforme gris que tanto odiaba.
-Mira. Hoy fumaremos, como mi abuelo.
-¿De dónde lo has sacado? –preguntó Teresa.
-De un cajón de la salita. Mi abuela lo guardó y yo lo encontré.
El abuelo de María, Juanito, había muerto unos días antes.
-¿Le echas de menos?
María se encogió de hombros.
-Sólo sé que por las noches, antes de dormirme, aún lloro. En silencio, para que mis hermanas no sepan que soy una llorona.
Teresa cogió un cigarrillo y lo miró, preguntándose como lo encenderían. Pero María, como había hecho con los cigarrillos, también había robado una caja de cerillas de la cocina. Prendió un cigarrillo, como había visto miles de veces hacer a su abuelo, y tosió.
-Es asqueroso. ¿Cómo podía gustarle tanto?
Doña Anita apareció como por arte de magia junto a ellas y las reprendió.
-¿No sabes que esto mató a tu abuelo? –dijo enojada.
María enrojeció y quiso desaparecer de la vista de aquella mujer menuda de moño blanco. Apagó el cigarrillo en la tierra de una maceta y lo hundió en ella.
Antes de irse, la mujer se dirigió a su nieta y le dijo:
-¿Le has contado a María que te cambian de colegio? Teresa no progresa y sus padres han decidido que estudie interna en el Betania. –Continuó la mujer mirando a la niña morena. Después recogió el paquete de cigarrillos del suelo y lo escondió en el bolsillo de su delantal.
-No sufras, tu abuela no se enterará de lo que has hecho. Pero que sea la última vez que os veo fumar. ¿Habéis merendado? –se marchó sin esperar respuesta. Luego regresaría con dos bollos de leche y chocolate, como hacía siempre.
-Si te cambian de colegio, ¿ya no nos veremos más? –María rescató el cigarrillo enterrado, lo volvió a prender y se lo pasó a su amiga.
-Los fines de semana, sí. Sólo permaneceré interna de lunes a viernes. Hoy me ha besado. –A Teresa le brillaban los ojos.
María abrió los suyos.
-¿Da asco?
-No, es agradable. Mira, haz como yo. –Teresa acercó la parte interna de su antebrazo a su boca, cerró los ojos y se besó. María siguió su ejemplo.
-No he sentido nada.
-Es que no es lo mismo, es diferente. Un día lo sabrás. –Contestó Teresa confiada.
-Yo jamás dejaré que me besen. –María sabía que transcurrirían años antes de que eso pasara, si es que llegaba a suceder algún día.
-Y si hueles a tabaco como ahora, no pasará nunca. –Teresa rió al ver la expresión avergonzada de su amiga-. Me ha mandado otra carta.
-Déjame ver. –María cogió el papel doblado que su amiga guardaba en su carpeta y lo desplegó. Empezó a leer-. Coge un papel en blanco y escribe lo que te voy diciendo.
María pensaba en un amigo imaginario. En cómo sería querer a alguien y en qué le diría. Suspiró y comenzó a dictar. Su amiga Teresa escribía con esfuerzo, sacando la puntita de la lengua, como una alumna aplicada. Cuando terminaron la misiva, la leyeron en voz alta y se dieron por satisfechas.
-Le gustará. –concluyó Teresa. –Me dijo que escribía muy bien. ¿Qué pasaría si se enterara de que no soy yo quien le escribe?
-Nunca lo sabrá. Será nuestro secreto, no temas.
Doña Anita regresó con la bandeja de la merienda y las dos niñas se sentaron en la mesa de madera. Comieron calladas, contemplando las plantas que la abuela de Teresa cultivaba.
Años después, María aún se acuerda de Teresa, de su amor por las plantas que más adelante convertiría en su profesión. De su alocado setter inglés que tenía flatulencias aromáticas. De sus cinco hermanos rubios como ella. De su casa junto al canal. De aquellas tardes en la cocina preparando la merienda. De su primer club de amigos y de cómo se fueron distanciando. Y se pregunta por qué hoy ha decidido romper su promesa, al contaros quién le escribía las cartas de amor para aquel novio de cabellos dorados como los de ella, que montaba en bicicleta.