Panellet: postre típico del día de Todos los Santos en Cataluña, junto con las castañas, boniatos y vino dulce. Hecho a base de mazapán. Los más apreciados son los de piñones.
Bruc está sentado frente a mí. En mis manos tengo un panellet de piñones. Empiezo arrancándolos de uno en uno, como si de una lenta tortura se tratara. Un piñón para el perro, uno para mí. Uno para él, otro para mí. Hasta que llegamos al último. Si soy generosa, se lo come Bruc. Si soy maliciosa, le engaño, y me lo como yo. Si aplico la decisión del Rey Salomón, sujeto el último piñón entre los dientes, me acerco a Bruc, ladeamos la cabeza para no tocarnos con el hocico, y él, con la finura que le caracteriza, coge con sus dientes la mitad del piñón. A veces nos rozamos la lengua, y yo corro al lavabo para restregarme los dientes con el cepillo. De lo contrario, un herpes labial me acompañaría durante dos semanas.
Cuando llega la época de los panellets, es inevitable no acordarme de Juanito, mi abuelo. Tenía una predilección por estos dulces. Pero siempre debían ser de piñones.
Los demás panellets no le interesaban. Cada año atesoraba sus dulces en una caja de hojalata y los escondía en lo más alto de un armario. Siempre me he preguntado a qué se debía su afán por esconderlos de su familia. Total, se los acabábamos robando igual. Sé, como después han confesado, que todos teníamos la misma afición por hacer viajecitos al comedor a escondidas de los demás.
Mi hora preferida para perpetrar el robo era después de comer y antes de volver al colegio. Entraba sigilosamente, dando gracias a la alfombra que amortiguaba mis pasos. Me procuraba una silla, me subía a ella, y con la frialdad que caracteriza al ladrón de guante blanco, cogía la caja, levantaba la tapa, intentando conservar la calma porque si se caía, sería descubierta in fraganti, subida a la silla y con los panellets esparcidos por el suelo. Los miraba y me hacía con uno. Siempre eran de uno en uno, para que no se notara mucho. Lo escondía en el bolsillo del uniforme colegial, devolvía la caja a su sitio y me bajaba de la silla. Luego me iba a otro mueble, y buscaba el vino de Oporto. Abría lentamente el mueble bar, cogía la botella, sacaba el tapón de corcho, y vertía en una copita un buen chorrito de oporto. Me lo bebía de un trago y secaba la copa con el delantero de la rebeca de lana. Acto seguido decía en voz alta: Oporto. Y empezaba el juego de palabras: Oporto, tonel. Tonel, navío. Navío, pirata. Pirata, hija del gobernador. Emily, la hija del gobernador, raptada por un pirata.
Me iba a la escuela, arrancando los piñones de uno en uno, y entonada por el trago de aquel vino tan dulce.
He tardado 42 años en entender por qué mi abuelo escondía la caja de panellets y los mantenía alejados de su familia. Seguramente sabía que todos robábamos en silencio. Escondía su tesoro para que cada uno de nosotros lo encontráramos, como si de un juego se tratara. Lo mejor, se esconde en una caja de hojalata. Y a solas, y sin que nadie lo sepa, comemos el dulce.
Esta mañana he buscado una botella de cristal y me he encaminado a la tienda de licores. He pedido vino de oporto de tonel. Oporto, tonel. Tonel, navío. Navío, pirata. Pirata, hija del gobernador. Emily, la hija del gobernador, raptada por un pirata.
Cuando llega la época de los panellets, es inevitable no acordarme de Juanito, mi abuelo. Tenía una predilección por estos dulces. Pero siempre debían ser de piñones.
Los demás panellets no le interesaban. Cada año atesoraba sus dulces en una caja de hojalata y los escondía en lo más alto de un armario. Siempre me he preguntado a qué se debía su afán por esconderlos de su familia. Total, se los acabábamos robando igual. Sé, como después han confesado, que todos teníamos la misma afición por hacer viajecitos al comedor a escondidas de los demás.
Mi hora preferida para perpetrar el robo era después de comer y antes de volver al colegio. Entraba sigilosamente, dando gracias a la alfombra que amortiguaba mis pasos. Me procuraba una silla, me subía a ella, y con la frialdad que caracteriza al ladrón de guante blanco, cogía la caja, levantaba la tapa, intentando conservar la calma porque si se caía, sería descubierta in fraganti, subida a la silla y con los panellets esparcidos por el suelo. Los miraba y me hacía con uno. Siempre eran de uno en uno, para que no se notara mucho. Lo escondía en el bolsillo del uniforme colegial, devolvía la caja a su sitio y me bajaba de la silla. Luego me iba a otro mueble, y buscaba el vino de Oporto. Abría lentamente el mueble bar, cogía la botella, sacaba el tapón de corcho, y vertía en una copita un buen chorrito de oporto. Me lo bebía de un trago y secaba la copa con el delantero de la rebeca de lana. Acto seguido decía en voz alta: Oporto. Y empezaba el juego de palabras: Oporto, tonel. Tonel, navío. Navío, pirata. Pirata, hija del gobernador. Emily, la hija del gobernador, raptada por un pirata.
Me iba a la escuela, arrancando los piñones de uno en uno, y entonada por el trago de aquel vino tan dulce.
He tardado 42 años en entender por qué mi abuelo escondía la caja de panellets y los mantenía alejados de su familia. Seguramente sabía que todos robábamos en silencio. Escondía su tesoro para que cada uno de nosotros lo encontráramos, como si de un juego se tratara. Lo mejor, se esconde en una caja de hojalata. Y a solas, y sin que nadie lo sepa, comemos el dulce.
Esta mañana he buscado una botella de cristal y me he encaminado a la tienda de licores. He pedido vino de oporto de tonel. Oporto, tonel. Tonel, navío. Navío, pirata. Pirata, hija del gobernador. Emily, la hija del gobernador, raptada por un pirata.