Hace más de veinte años empecé a estudiar diseño de moda en una escuela privada situada en la Diagonal de Barcelona, frente al entonces llamado hotel Presidente. La academia en cuestión era un lugar poblado de pijos, modernos y demás. Yo me incluyo entre los “demás”. Me costó muchísimo adaptarme a ella. No encajaba para nada en aquel ambiente. Recuerdo que antes de marcharme del sur, me fui a despedir de mi tío Joan. Él se fue a su habitación y salió con un sobre con 6000 pesetas en su interior. Me dijo: esto es para ti. Gástalo en lo que necesites. No quise aceptarlo pero insistió.
El primer día de clase nos pasaron una lista de materiales que debíamos buscar. Me acompañó a comprar mi amigo Carles, el periodista con el que compartía piso. Encontramos la mercería que nos habían “recomendado” en la calle Tallers y empecé a leer al dependiente la lista de materiales en voz alta: una regla de un metro de longitud, un cartabón, agujas y demás instrumentos de costura, lápices,
rotrings…Saqué el sobre que me había entregado mi tío Joan y pagué. Las 6000 pesetas desaparecieron. Volví a casa con el corazón en un puño, intentando disimular las lágrimas que amenazaban en brotar como un torrente. Me lo había gastado todo, todo…Aún me angustia recordarlo.
No sé ni cómo ni cuando había decidido estudiar diseño. Quizá porque siempre andaba dibujando figurines en los márgenes de mis apuntes de instituto. El caso es que acabé en una escuela de pago.
Estudiábamos diseño de moda y complementos, dibujo, márqueting, patronaje, costura. Recuerdo al profesor Vilumara. El primer día nos amenazó: si alguien pronunciaba en su presencia la palabra “divertida” para referirnos a la moda, ya podía contar con un suspenso eterno en su asignatura.Otro profesor, el de márqueting, un hombre bajito y calvo cuyo nombre no recuerdo, se refería a los cortes traseros en una americana masculina como “tirapedos”. La expresión tenía su gracia, hay que reconocerlo. Los profesores de dibujo eran dos: padre e hijo. El padre era un malhumorado nato, supongo que tampoco encajaba en aquella escuela. El hijo parecía un seminarista, pero derrochaba la amabilidad que le faltaba a su progenitor. Suspendí la asignatura de dibujo porque el padre era un pésimo profesor, no porque yo fuera mala alumna. En verano tuve que recuperar su asignatura con clases particulares. Dibujé mis manos y mis piés en cuarenta láminas. Aprobé con nota en septiembre.
Pero fue la profesora de costura, una señora mayor, sin duda modista retirada, la que me dijo cuando le enseñé el ojal perfecto que había cosido: tienes fuerza en las manos. Los demás se hacían un lío con los hilos, las agujas, el dedal y presentaban las prendas de muestra en un estado lamentable. Las mías eran perfectas, pulcras.
Veinte años después aún me dedico a ello, a la costura. Cuando me preguntan en qué me gano la vida, contesto tímidamente: soy modista. Me miran raro, porque suena anacrónico. Pero siempre he sido anacrónica, siempre he vivido fuera de tiempo. Diseño, corto, pruebo, coso. Y mientras coso, pienso.
Este post se lo dedico a Paloma, aunque nunca lo lea.
Gràcies, Palomín.