
Tradicionalmente, esta frase se considera un símbolo de la caducidad de la vida, incluso en los momentos más idílicos.
Hoy he disfrutado de uno de esos momentos idílicos. Bruc y yo hemos sido invitados a pasar una tarde en la Arcadia. Me acompañaban mi hermana, su hija y Sam, el perro tranquilo.
Sería bello vivir permanentemente en la Arcadia. Pensar que el tiempo pudiera detenerse. Que fuéramos siempre jóvenes, sin preocupaciones, dejando a un lado los temores que nos ocasiona vivir. Que los niños dejaran de crecer y que lo fueran eternamente. Pensar que nuestros perros estarán siempre junto a nosotros, sin el dolor que causa su pérdida.
Hace poco leí en La Contra del periódico La Vanguardia, una entrevista con el pensador Raimon Panikkar. En ella reflexionaba sobre el silencio. Sobre cómo lo abandonamos a cambio de la “superficialidad banal e insulsa”. “Ruido a todas horas en todas partes para no tener que pensar”.
Hoy el ruido sólo ha sido el rumor de nuestras risas y el ladrido de los perros. Y del chapoteo en el agua…
Habla también el pensador sobre nuestra condición única e irrepetible. “Pero esa singularidad sólo podemos vivirla si renunciamos al pasado, que es sólo un recuerdo, y al futuro, que es una ilusión, y vivimos en el presente tempiterno”. (Esta palabra la ha inventado para definir un tiempo ni largo ni corto, sino único).
He reflexionado sobre si podríamos vivir siempre en el presente. Dejar atrás el pasado y no pensar en el porvenir. He mirado mis piernas, refrescándose en el agua. Han vivido el presente, agradecidas por el descanso. Y por un instante, me he ensimismado, creyendo que estaba sola. Y he pronunciado en voz alta: Carpe diem, Carpe diem, Carpe diem…
Hoy he disfrutado de uno de esos momentos idílicos. Bruc y yo hemos sido invitados a pasar una tarde en la Arcadia. Me acompañaban mi hermana, su hija y Sam, el perro tranquilo.
Sería bello vivir permanentemente en la Arcadia. Pensar que el tiempo pudiera detenerse. Que fuéramos siempre jóvenes, sin preocupaciones, dejando a un lado los temores que nos ocasiona vivir. Que los niños dejaran de crecer y que lo fueran eternamente. Pensar que nuestros perros estarán siempre junto a nosotros, sin el dolor que causa su pérdida.
Hace poco leí en La Contra del periódico La Vanguardia, una entrevista con el pensador Raimon Panikkar. En ella reflexionaba sobre el silencio. Sobre cómo lo abandonamos a cambio de la “superficialidad banal e insulsa”. “Ruido a todas horas en todas partes para no tener que pensar”.
Hoy el ruido sólo ha sido el rumor de nuestras risas y el ladrido de los perros. Y del chapoteo en el agua…
Habla también el pensador sobre nuestra condición única e irrepetible. “Pero esa singularidad sólo podemos vivirla si renunciamos al pasado, que es sólo un recuerdo, y al futuro, que es una ilusión, y vivimos en el presente tempiterno”. (Esta palabra la ha inventado para definir un tiempo ni largo ni corto, sino único).
He reflexionado sobre si podríamos vivir siempre en el presente. Dejar atrás el pasado y no pensar en el porvenir. He mirado mis piernas, refrescándose en el agua. Han vivido el presente, agradecidas por el descanso. Y por un instante, me he ensimismado, creyendo que estaba sola. Y he pronunciado en voz alta: Carpe diem, Carpe diem, Carpe diem…