En la casa de la bruja ya se ha instalado la primavera. Mientras cocinamos vemos nevar pétalos del almendro que decora la ventana, le pregunto porqué hay unos árboles de blanco mientras otros son rosa, no lo sabe (ya se lo pregunto al ingeniero). Puedo hacer tres cosas a la vez, comer, beber y fumar, pero he de aprender a no fumar mientras como. Suena el teléfono, es el pocero, dice que sube para concretar el tema del nuevo pozo, pues esperamos. Los poceros, son dos, llegan en Mercedes, el más joven es pelirrojo y me mira con descaro, yo le aguanto la mirada, me divierte jugar a ver quién es el primero de retirar la mirada, gano yo. Mientras la bruja les guía, yo saludo a Toscana, le llevo golosinas y aprovecho para trenzarle el flequillo, más que nada para arrancar la risa a la niña, los poceros se van y la bruja me cuenta que la yegua mordió al pocero la semana pasada, dónde, allí donde duele?, nos reimos.
La comida ha resultado todo un éxito, ya me lo prometió, alcachofas, patatas y cebollas acompañando una lubina a la brasa, yo bebo cerveza, ella cava. Deja entrar a Republique, el perro que entiende el francés, yo le hago una reflexión: pórtate bien y no muerdas más a Jackie, recuerda que está triste desde que sabe que él no volverá, que va sin rumbo y se siente perdido, Republique me contesta que él también es huérfano, pero tú eres más fuerte, y los fuertes aguantamos más.
Ha pasado rápido el tiempo, ya es hora de marchar, pero decidimos que los jueves retrocederemos dos siglos, seremos dos damas muy serias, vestiremos de largo y yo volveré al blanco, recogeremos nuestro cabello en un moño bajo, aunque yo prenderé la flor en el pelo, coseremos un edredón de retales, iluminadas por lámparas de aceite, miraremos de no quemarnos el vestido con el fuego. Me pregunta si las damas antiguas bebían, le digo que sí lo hacían pero a escondidas, seguramente oporto y así, hablando y cosiendo pasará mejor el tiempo.