viernes, 14 de octubre de 2011

BELL, BOOK AND CANDLE








Hoy se han terminado los siete días de vacaciones con los que me había premiado después de muchos meses sin parar. La jornada de hoy ha empezado con la visita anunciada del electricista argentino que venía a cambiar el telefonillo del portero automático. Le he abierto con Bruc en brazos para que supiera que mi hija y yo tenemos un hombre en casa. Fiero y mordedor, por si acaso. Pero cuando he visto que el individuo era guapo me he arrepentido de no haberle encerrado. Es un espanta hombres.

Después de pasear por el barrio a la salchicha que tengo de perro, he vuelto a casa con pocas ganas de trabajar. He hecho la colada, he planchado y cuando ya había disimulado lo bastante para evitar ponerme manos a la obra, he subido las persianas venecianas que nos aíslan de las miradas de los vecinos de enfrente. Aprovecho cualquier excusa para fumar mientras contemplo el patio comunitario y de paso espiar a la familia disfuncional que vive enfrente. Lo de la familia disfuncional son palabras de mi hija. Hoy parecían calmados, quizá porque es viernes.

He esperado un ratito por si aparecía ella, la vecina que vive justo debajo de la familia disfuncional. Me fascina. Suele vestir una bata cruzada de seda, como la que vestía en mi imaginación a Lillian Hellman en Dash y Lilly. Azul y estampada. Es pelirroja y ata sus cabellos con un moño suelto. Me recuerda un poco a una vecina de Blogville. No sé a qué dedica pero lo intuyo. De vez en cuando suena un teléfono –ahora con las ventanas abiertas por culpa de esta primavera de invierno que se resiste a dejar paso al frío se oye todo- se sienta en la mesa de la cocina, se pone unos auriculares y baraja unas cartas de tarot. Suele utilizar el método de la cruz celta. Asiente de vez en cuando sin dejar de mirar una sola vez las cartas que momentos antes ha extendido sobre la mesa de madera. Las tiradas suelen durar una media hora y según lo que debe preguntar su interlocutor o interlocutora, las extiende en tres montones. ¿Izquierda, centro o derecha? debe de preguntar. Luego se quita los auriculares, se levanta y pone una olla al fuego. La consulta ha concluido. Parece que vive sola y no tiene gato, raro en una tiradora de cartas. Supongo que os preguntáis por qué sé lo de la cruz celta y lo de los tres montones de cartas. Pues porque he visto a mi amiga la Bruji hacerlo miles de veces frente a mí.

A veces le regalo alguna canción de Cole Porter. Y ella mira curiosa por la ventana para saber quién escucha la misma música que a ella le gusta. Desconoce que es su vecina de enfrente, pues me escondo detrás de las persianas venecianas que me aíslan de los vecinos. Sólo me muestro cuando tiendo la ropa y entonces apago la música para que no descubra que soy yo quien le regala las canciones.

Me gustaría saber cuál es su número de teléfono y hacerle una llamada. La conversación sería seguramente así:

-Hola, soy Violette. ¿En qué puedo ayudarte?
-Quisiera preguntar por el amor.
-¿Con alguien en particular?
-No, no hay nadie.
-Dime qué signo eres.
-Piscis.
-Bien, piscis. Concéntrate y no me cruces las piernas.

Le hago caso, las tenía cruzadas. Mientras ella baraja yo aprovecho y lío un cigarrillo para relajarme. Alejo a Bruc con una suave patada de debajo de la mesa. He olvidado esconderle la pelota para que no importune. Bruc es más rápido que yo y se aleja con la pelota en la boca. Se sube al sofá y aprovecha para dormir un ratito. Oigo la respiración de la tiradora de cartas pelirroja.

-Bien, piscis. Estarás sola poco tiempo. Las cartas me muestran un rey de copas frente a ti. Calculo que para el mes de diciembre tu vida habrá cambiado completamente. Volverás a ser feliz junto a ese hombre que entrará en tu vida por casualidad. Llámame dentro de mes y medio y me lo confirmas. ¿Deseas preguntarle alguna cosa más al tarot?

Le respondo que no. Me quedo pensativa y le doy las gracias. Me cambio de ropa, ato a Bruc con la correa y salgo a pasear para ver si me cruzo con el rey de copas en alguno de mis paseos. Porque como suele decir mi madre, en casa sólo viene el butanero. O algún electricista argentino, le contestaría yo…

lunes, 10 de octubre de 2011

GARAJE SÉNECA






Esta mañana he hecho algo de lo que debería de avergonzarme, pero no ha sido así. He logrado vencer la timidez que me caracteriza y he llamado al timbre de un establecimiento que acababa de subir la persiana para recibir a los clientes madrugadores como yo. He depositado la mercancía de la cual quería desprenderme sin mediar palabra con el hombre que me atendía detrás del mostrador. Hablaba por teléfono mientras apuntaba en un papel el valor del oro que, por suerte para mí, había subido. Cuando me ha dicho lo que iba a darme a cambio de lo que había pesado momentos antes en una báscula de precisión, no he podido disimular mi asombro. Hoy, lunes por la mañana de un día soleado para mí, de repente soy rica.

Bruc y yo somos afortunados. Con dinero en el bolsillo y un amor para las seis. Y he hecho lo que hacen todas las mujeres del mundo menos yo: pensar en qué gastaría el dinero conseguido sin sudar una gota. Como ayer domingo tuve mi primer día triste en la ciudad, -¿quién inventó los domingos?- hoy me recompensaría yendo de compras.

Y así lo he hecho, caminando deprisa como si alguien me esperara. Voy a pie a todos los sitios para conocer la ciudad y no perderme, algo que como mi timidez, me caracteriza. He decidido tomar la calle Séneca buscando la sombra. Y de repente frente a mí, un lugar que he reconocido de inmediato: el Garaje Séneca. Sigue aquí, marrón, inmenso, cerrado. Y sin quererlo, he vuelto a tener siete años. Lo he contemplado mientras me liaba un cigarrillo. Lo que me acababa de pasar, reconocer un edificio después de tantos años, merecía un descanso. Y mientras fumaba he recordado:

Tengo siete años. Mis padres, mis hermanos y yo vivimos en la casa frente al canal. Mis abuelos están a punto de salir de viaje hacia Barcelona. Mi hermana B. es la elegida para viajar con ellos y en el último momento se indispone. Qué rabia para ella y qué alegría para mí cuando oigo: ¿Emily, quieres venir tú? Es Rosita quien habla, mi abuela materna. No creo que yo diga nada, pero salto a cancha rápidamente como el jugador que espera pacientemente su oportunidad de dejar de calentar banquillo. Mi madre prepara mi ropa interior, mi pijama y una muda, por si tenemos un percance. Me voy a Barcelona. Subo al asiento posterior del mercedes oscuro que mi abuelo Juanito debe llevar a revisión y me despido de mis padres agitando una mano. ¿Sonrío? Creo que no. O quizá sí. De este viaje sólo recuerdo las luces de los coches que no cruzamos por la carretera de la costa que nos lleva a la ciudad. La cena en un restaurante de la capital. Mi abuela me pide espaguetis, pollo frito y por primera vez en mi vida como aros de cebolla rebozados. Quiero un café como mis abuelos. Me siento adulta, pero hago una mueca de disgusto al probarlo. Es amargo. Juanito sonríe y enciende un cigarrillo. Siempre sonríe. Y Rosita está de buen humor. No recuerdo haber dormido. Sólo sé que a la mañana siguiente mi abuelo conduce el mercedes hacia el Garaje Séneca, marrón, inmenso, que se traga el automóvil y a mí con él. Nada más.

Vuelvo a casa con menos dinero en el bolsillo. Ahora tengo cuarenta y cinco años. Me siento bien, como quien se enamora por primera vez, con alas en lugar de mis pies doloridos por las caminatas. La ciudad me gusta y creo que yo a ella también. Miro un escaparate de ropa infantil. Me atrae un vestido de aire japonés para la niña rubia. Se lo compraré un día de estos, en una próxima salida. Me compro un croissant y le guardo una de sus patas para Bruc. La niña rubia está demasiado lejos. La echo de menos…
 
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