viernes, 21 de diciembre de 2007

CUENTO DE NAVIDAD PARA UN PASEANTE


Siempre que me llamaba, yo encontraba el pretexto ideal para quedarme en casa, y casi siempre eran razones de trabajo, que no la convencían.
Pero aquel año ella insistió, en Nochebuena teníamos que cenar con su familia: “Ya no valen más excusas.” Había llegado el momento de entrar en casa y que los suyos me conocieran. Tenían que dar su aprobación, no nos engañemos. Y de esto no me escapaba.
No obstante, yo quería estar más solo que nunca. Odiaba las formalidades, las buenas intenciones y todos aquellos intercambios de regalos en los que la gente se empeñaba.
En días como aquellos, en los que el mundo quería ser feliz, yo me esforzaba en ser más infeliz que nunca.
Recordaba mi infancia, junto a mi familia, en el pueblo. Los duros días de invierno y la eterna nieve que nos aislaba. Veía aquella cocina pequeña y oscura, lugar de reunión al caer la tarde, de vuelta ya del colegio. Los deberes, la cena que nos preparaba nuestra madre… Después, una puerta se abría, y escuchábamos los pasos cansados del padre. Era el momento de ir a dormir. Esta costumbre solo la rompíamos la víspera de Navidad, cuando mamá nos dejaba quedar hasta tarde para preparar entre todos la comida del día después. Y era papá el que se iba pronto a dormir, para mostrarse sorprendido a la mañana siguiente. Pero para nosotros no habría sorpresas ni regalos.
Sabía que nada podía devolverme al pasado y recordándolo me iba ahogando en mi propia miseria particular. Volvía a verme en aquel pueblo que me quedaba pequeño, y me veía en esta ciudad, ahora demasiado grande.
Finalmente cedí a sus ruegos, y como no tenía aún su regalo, bajé al centro con la intención de comprar lo justo y necesario para ella. Después de visitar innumerables tiendas, borracho de escaparates engalanados, desistí, aburrido y desilusionado. Me presentaría en su casa con las manos vacías. Seguro que ella encontraría una excusa para justificarme delante de los suyos.
De camino a la casa de mis futuros padres, pasé por una de esas tiendas de pajaritos. En su escaparate, adornado con lucecitas y tiras de plata, un simpático perro parecía buscar amo. Allí estaba. El regalo ideal me tentaba, incitándome para que cruzara la puerta y me interesara por él. Mientras me preguntaba porqué solo quedaba aquel cachorro, el encargado de la tienda se apresuró a decirme que era una perrita, y que no llevaba demasiados quebraderos de cabeza. Pensé que a mi novia le gustaban los animalitos, ¡qué mejor regalo!
Ya en la calle, tuve que llevarla en brazos. Parecía que ella no quería lucir el sofisticado collar de piedrecillas brillantes que el vendedor había elegido para ella y dejarse arrastrar calle abajo. Bien cobijada entre mis brazos, empezó a lamerme orejas y cuello, como si quisiera agradecerme que la sacara de aquel inmundo cajón solitario. Sus preciosos ojos no perdían detalle de todo lo que estaba viendo. Como el frío ya se dejaba sentir, le hice un hueco entre mi jersey de lana y el abrigo, y se durmió.
Al fin di con la casa que buscaba. Ofrecí la perrita a la que había de ser su dueña, pero ella no pareció entenderlo así y le mordió una mano. “¡Dios mío, no, es celosa!” Mi novia no contestó a mi exclamación y me di cuenta de que no habíamos empezado con buen pie.
La cena comenzó mal. Ella no quería bajar de mis brazos, y en el único momento que lo conseguí, aprovechó para orinar camino de la cocina, donde rechazó los huesos que allí le ofrecían. Me miró indignada: “¡Esto no es lo que como yo!” Y con el hocico pareció señalarme el trozo de tarta que me estaban sirviendo.

Si alguien desde fuera nos estuviera mirando, habría visto una revoltosa perrita haciendo su voluntad, la cara larga de mis suegros y la expresión de mi novia pidiéndome que me marchara.
Salimos de su casa con las orejas gachas y riendo entre dientes.
Qué puedo contaros ahora. Fueron las mejores navidades desde hacía mucho tiempo. Días felices en los que ella se empeñó en hacerme feliz. No volví a ver a mi novia. Me obligó a elegir entre ella y la perrita, y yo preferí quedarme con la segunda.
Desde entonces, no vivo en la tierra: no me hace reproches, no me riñe si bebo o fumo más de la cuenta... aunque si el humo le va a la cara, tose. Agradece la comida que yo le preparo y espera con impaciencia a que vuelva del trabajo, recibiéndome con saltos de entusiasmo y alegría. Sobra decir que rechazó el capazo que le preparé, prefiere mi cama –“es más grande y cómoda”, parece decirme– y yo cedo a todos sus caprichos como un tonto enamorado.
Ahora, si algún amigo me llama para salir, ella levanta una ceja para prevenirme. Ni hablar, ella no se queda en casa sola y yo con una excusa ya no alego motivos de trabajo, sino de amor.

3 comentarios:

el paseante dijo...

És molt bonica la història, tot i que es podria titular "Cuento de Navidad para una paseante". Aquest relat m'hauria pogut passar a mi, i... potser també a tu?

Moltes gràcies pel cagatió.

Emily dijo...

Aquesta història té molts d'anys. Les meves germanes i jo teniem un joc: obriem una revista i la primera frase que veiem ens servia per a fer un conte. La frase era: "por razones de trabajo se queda en casa". Recordo quan la vaig llegir en veu alta, estàvem recostades a un llit i la Coppini ens feia companyia.
Anys desprès, vaig trobar el teu bloc i vaig veure que el meu personatge existia, i es deia Joan.
He esperat fins Nadal per a publicar-lo.

MK dijo...

Preciós conte. Una abraçada forta a punt de marxar cap a ponent.Ja saps el que diuen.
"Per Nadal cada ovella..."

 
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